Gárgolas insomnes

Abril 30 de 2007

Es inconcebible lo que sucede cuando esa mujer sonríe. Su rostro se ilumina y embellece. El mío enrojece, titubeo, tiemblo; mi corazón se agita, me sudan las manos y la frente. La espontánea sensualidad del gesto femenino mueve con fuerza oscilatoria y trepidante al mismo tiempo un ligero tapete bajo mis pies; la banqueta se angosta, se llena de baches, la escalera se hace más empinada. Tengo que sostenerme con las manos para no tropezar o simplemente caer. De golpe estoy ebrio. El golpe me embriaga. Tardo demasiado en asimilarlo. Estimula durante horas y días enteros la imaginación. Del instante real o la realidad instantánea paso a la fantasía prolongada por los sueños eróticos o el insomnio de la sangre que corre vertiginosamente hacia el centro de mi cuerpo, como lava hirviendo en un volcán que crece al aumentar su incandescencia, hasta que estalla y se derrama. ¡Puf! Entonces vuelvo a respirar como si nada, una vez de regreso a la normalidad, antes de que la mujer sonría de nuevo o su exhibicionismo desafíe como hoy el cambio climático y, desde la azotea en donde vive, su pantalón corto y su ombliguera me recuerden que, al menos ella y yo, estamos en primavera.

[] Iván Rincón 10:05 PM

Abril 22 de 2007

Sábado, pasada la media noche. Un borracho deja caer al suelo su corpulencia y, desde allí, patea y golpea con los puños el portón de la iglesia. Durante más de media hora farfulla y refunfuña sin levantarse, hasta que un grito pausado estremece los muros del antiguo convento y los árboles del parque: "¡Estoy a las puertas de la casa de Dios y no me abre!" Vaya frase, piensa alguien que hace ejercicio a la sombra de una estatua (a la sombra que proyecta la luz de los faroles). Una frase así, tan literaria, ni por asomo parece ocurrencia espontánea de borracho alguno. El deportista viste un conjunto blanco de pantalón corto y sudadera. Cuando el borracho guarda silencio por fin, el hombre de blanco trata de confundirse con los árboles para orinar y, una vez que termina, observa desde la oscuridad que un par de policías duerme en una banca. El deportista regresa a la sombra de la estatua, y el par de policías se levanta, se estira y se pone a trotar ruidosamente alrededor del parque para luego dar una vuelta caminando y terminar de nuevo en la misma banca, donde vuelve a dormirse.

Cuatro de la mañana, según el horario real. Una inmensa mujer con la cabeza rapada es jalada por un pastor alemán en pleno crecimiento a través de su correa, mientras un perro mayor camina libremente junto a ella, que viste de gris un pantalón de pans y una playera sin mangas. El hombre de blanco se pregunta si ella es hombre o mujer y descubre que es mujer al escucharla hablar en inglés con los perros. La mujer rodea la estatua cuando el hombre se arremanga el pantalón corto para dejar libres los muslos en los últimos ejercicios y mide la tensión de los glúteos con el dorso de una mano alternadamente. Aunque él pretende ser discreto, las vueltas de ella lo hacen planear una mirada entre dos espejos cuando esté de regreso en casa. Termina la rutina de ejercicios. El hombre mira el reloj y echa a correr en el momento que la mujer y los perros están por comenzar una quinta vuelta supuestamente a la estatua. El borracho duerme a las puertas de la casa de Dios, que no le abre, y los policías dormitan en una banca. "¡Buenos días!", grita el hombre de blanco al pasar corriendo junto a ellos, que reaccionan entonces con ridícula torpeza. "Muy buenos los tiene usted", murmura la mujer, y el aire se impregna de aliento etílico y olor a sudor en primavera. Ella quisiera echarle los perros a él, que ni siquiera voltea y nunca imaginó dar semejante espectáculo y tener semejante efecto en semejante animal. Minutos después, un par de espejos reflejarán la imagen de unos músculos que suben y bajan, aprietan y aflojan, con intensidad regulada.

La oscuridad del cielo sigue siéndolo, pero la ciudad parece despertar.

[] Iván Rincón 2:32 AM

Abril 15 de 2007

Viernes a mitad de la noche. Un viejo flaco, encorvado y desgarbado camina junto a una mujer treintona, rubia y esquelética. Él se acomoda bajo el sobaco un bastón que parece tener la función de arma defensiva, y le grita por su nombre a un perro que reboza energía. Ella voltea con evidente miedo hacia un hombre entrado en los cuarenta que viste de gris oscuro unos pans holgados y entrena junto a un árbol gigante de raíces protegidas por una barda de ladrillo y bancas de cemento. La mujer transmite su paranoia y el viejo trata de calmarla. "No hay problema", le asegura; "es el joven que siempre se queda". Ambos fingen entonces ignorar al hombre que, desde la penumbra del parque, los observa detenidamente alejarse por una calle iluminada hasta donde acaba un día y comienza otro. Cerca de allí, un berrido que pretende ser canción insiste a todo volumen: "¡Porque yooo, en el amooor, soy un idiooota!".

Dos de la mañana, según el horario de verano. Al terminar la segunda repetición de una cata, el hombre de pans como los que usa la policía en su entrenamiento advierte la silenciosa mirada de un gato agazapado entre las sombras de los árboles. Termina la cuarta repetición y el gato sigue mirándolo, como si, además de adaptar sus ojos a la oscuridad, asimilara el ritmo felino del movimiento corporal y el pausado sonido de la respiración. Más que mirado, el deportista se siente admirado y, por alguna causa, recuerda que, al cumplir 21 años de edad, el mayor de sus primos le regaló un libro y dijo que, cuando uno hace algo 21 veces seguidas, lo vuelve costumbre. "Será por eso que voy a cumplir 21 años por segunda vez", piensa el hombre de gris oscuro que atrae la atención de gatos noctámbulos y mujeres cobardes.

Cinco y media de la mañana, según el horario real. Amanece. Los pájaros despiertan. Comienza el tráfago de la ciudad. Cada vez está peor, piensa "el joven que siempre se queda". Aumentar el ejercicio hasta el límite del cuerpo no sirve para dormir más ni mejor ni, mucho menos, más temprano. Una mujer se persigna al pasar frente a la iglesia. Él cree, por un instante, que ella lo ha confundido con el diablo. Entonces mira el reloj y decide que llegó la hora... de correr.

[] Iván Rincón 11:45 PM

Abril 8 de 2007

Jueves, tres y media de la madrugada. Un anciano barre las afueras de su casa con una escoba de bruja. Según el horario de verano, es hora de comenzar la jornada para los repartidores de periódicos en motocicleta. Un hombre de mediana edad, mediana estatura y peso medio, con una pijama que parece pans y una botella de agua, pasa de lado por el parque de día rumbo al parque de noche. Cuatro perros gregarios de razas distintas y edades distantes corren hacia él, que los mira con rápido reflejo y emite un silbido amistoso, por lo que ellos reprimen anticipadamente su ladrido. Los cuatro despiertan siempre ante la presencia de otros seres cerca de la puerta principal y, ante la proximidad del alba, salen a dar un paseo en unánime silencio. Un perro solitario, grande y un poco viejo, al que llaman güero en el parque de día, hace también sus rondas de costumbre por el parque de noche, sin percatarse nunca del hombre que, al verlo, interrumpe su ejercicio, silba suavemente y lo llama en voz baja; el perro detiene su paseo, voltea hacia todos lados y decide confundir el silbido con el paso del viento entre las ramas de los árboles, así como el llamado con el rumor de las hojas muertas, incluso en primavera, y sigue su camino, imperturbable, al parecer orientado por el olfato. Después de unos años observándolo, el hombre de la pijama que parece pans confirma que este perro está cada vez más ciego y que, en la tranquilidad de la madrugada, busca una soledad que tiene tanto de real como de imaginaria.

Una hora más tarde. El anciano sigue barriendo con una escoba de bruja las afueras de su casa. El hombre de mediana edad, mediana estatura y peso medio, escucha toser y quejarse una y otra vez a alguien junto al muro del antiguo convento. Entre las sombras no hay más que sombras y la persona que tose y se queja es solamente una de ellas. El deportista sabe que se trata de un indigente que llega siempre a mitad de la noche arrastrando unos cartones con los que se guarece de la intemperie. "Voy a dormir un rato; no me vaya a pegar cuando esté dormido, como la otra vez", le dijo en cierta ocasión al hombre del ejercicio nocturno, por lo que éste pensó toda la noche en Ciudad Juárez, que debería llamarse más bien Ciudad Muerte, donde tiene lugar desde hace catorce años la pesadilla de la barbarie hecha realidad cotidiana. Además de los que, al amparo del poder, secuestran, torturan y asesinan mujeres, unos juniors (hijos de personajes influyentes) se divierten los fines de semana quemando con gasolina impunemente a indigentes que duermen. De ahí que, al filo de la madrugada, el eco de dolor humano causa escalofríos al hombre de la pijama que parece pans. "¿Dónde carajo está ese cabrón? ¡Me cae de madres que no veo ni madres!", se dice. Como el perro solitario, este otro güero está cada vez más ciego, sobre todo ante sombras que tosen y se quejan en la oscuridad y no son nada más que sonido, pues así lo ha decidido él, que asume actitud de murciégalo y, para tener reflejos ágiles, sigue haciendo ejercicio.

[] Iván Rincón 4:08 AM

Marzo 24 de 2007

Fue toda una sorpresa que el nuevo director de la Cineteca Nacional sea Leonardo García Tsao, ese gran crítico de cine que puede prescindir de su memoria y referirse a ciertos pasajes de películas exactamente al revés de cómo son; ese gran formador de criterio, para quien "lo mejor" de Oliver Stone es Salvador y "lo más relevante" del cine en su momento Superman; ese señor inexplicablemente vanidoso que, por lo menos, una vez criticó a la propia cineteca por exhibir oscuras las películas. Ahora que él es el director, las películas no se proyectan menos oscuras ni su exhibición en general es menos desastrosa; por el contrario, las interrupciones son más frecuentes y prolongadas, las fallas de sonido también, a las cintas les faltan fotogramas; a veces empiezan tarde y -quizás para ahorrarse el tiempo perdido en el retraso- se saltan el principio, algo que nunca ocurría aquí, ni ocurre en ningún otro lado.

El miércoles pasado, en el marco de una retrospectiva de Guillermo del Toro, programaron Cronos (1992), con la presencia del realizador. La función era a las 19:00 horas y los boletos se agotaron a las 17:00, pero la película comenzó con una hora de retraso, después de hacernos esperar más de media hora formados para entrar; se proyectó en dos salas simultáneamente y en la que no estuvo Del Toro anunciaron una exhibición de cortometrajes suyos que resultó ser pura música, nada de imagen; cuando concluyó la música, aparecieron los créditos y el público soltó una carcajada; entonces vimos en circuito cerrado la segunda parte de la plática, no con el público, sino con el director del recinto.

En la espera, gracias a que soy arrolladoramente sociable, me enteré de que la biblioteca del lugar había contado siempre con material gratuito, pero eso se acabó con el arribo de García Tsao.

Yo tenía especial interés en el encuentro con Del Toro porque, para empezar, esperaba ingenuamente que charlaría con el público, no solo con el vanidoso, y planeaba preguntarle si estaba enterado de la forma en que le dieron en la madre a su obra maestra precisamente ahí, donde jamás ofrecen disculpas ni explicaciones (a menos que uno las pida y le vean la cara de pendejo). También me hubiera gustado preguntarle al que nunca deja pasar la oportunidad de lucir su cara si todo seguirá como hasta ahora o cambiará siquiera lo que antes criticaba. Pero eso tampoco sucedió. Y hoy me pregunto si será posible la honestidad en los funcionarios culturales del salinismo con sotana. Por lo visto, no.

[] Iván Rincón 3:54 AM